Acto I
[En Nápoles en el palacio real]
Salen don Juan Tenorio e Isabela, duquesa
Isabela
- Duque Octavio, por aquí
- podrás salir más seguro.
Juan
- Duquesa, de nuevo os juro
- de cumplir el dulce sí.
Isabela
- ¿Mi gloria, serán verdades
- promesas y ofrecimientos,
- regalos y cumplimientos,
- voluntades y amistades?
Juan
Isabela
Juan
Isabela
- Para que el alma dé fe
- del bien que llego a gozar.
Jose Garcia Ramos
Juan
Isabela
- ¡Ah, cielo! Quién eres, hombre?
Juan
- ¿Quién soy? Un hombre sin nombre.
Isabela
Juan
Isabela
Juan
- Detente.
- Dame, duquesa, la mano.
Isabela
- No me detengas, villano.
- ¡Ah del rey! ¡Soldados, gente!
Sale el Rey de Nápoles, con una vela en un candelero
Rey
Isabela
- ¡Favor! ¡Ay, triste,
- que es el rey!
Rey
Juan
- ¿Qué ha de ser?
- Un hombre y una mujer.
Rey
- Esto en prudencia consiste.
- ¡Ah de mi guarda! Prendé
- a este hombre.
Isabela
Sale don Pedro Tenorio, embajador de España, y guarda
Pedro
- ¿En tu cuarto, gran señor
- voces? ¿Quién la causa fue?
Rey
- Don Pedro Tenorio, a vos
- esta prisión os encargo.
- Si ando corto, andad vos largo.
- Mirad quién son estos dos.
- Y con secreto ha de ser,
- que algún mal suceso creo;
- porque si yo aquí los veo,
- no me queda más que ver.
Vase el Rey
Pedro
Juan
- ¿Quién ha de osar?
- Bien puedo perder la vida;
- mas ha de ir tan bien vendida
- que a alguno le ha de pesar.
Pedro
Juan
- ¿Quién os engaña?
- Resuelto en morir estoy,
- porque caballero soy.
- El embajador de España
- llegue solo, que ha de ser
- él quien me rinda.
Pedro
- Apartad;
- a ese cuarto os retirad
- todos con esa mujer.
Vanse los otros
- Ya estamos solos los dos;
- muestra aquí tu esfuerzo y brío.
Juan
- Aunque tengo esfuerzo, tío,
- no le tengo para vos.
Pedro
Juan
Pedro
- ¡Ay, corazón,
- que temo alguna traición!
- ¿Qué es lo que has hecho, enemigo?
- ¿Cómo estás de aquesta suerte?
- Dime presto lo que ha sido.
- ¡Desobediente, atrevido!
- Estoy por darte la muerte.
- Acaba.
Juan
- Tío y señor,
- mozo soy y mozo fuiste;
- y pues que de amor supiste,
- tenga disculpa mi amor.
- Y pues a decir me obligas
- la verdad, oye y diréla.
- Yo engañé y gocé a Isabela
- la duquesa.
Pedro
- No prosigas,
- tente. ¿Cómo la engañaste?
- Habla quedo, y cierra el labio.
Juan
- Fingí ser el duque Octavio.
Pedro
- No digas más. ¡Calla! ¡Baste!
- Perdido soy si el rey sabe
- este caso. ¿Qué he de hacer?
- Industria me ha de valer
- en un negocio tan grave.
- Di, vil, ¿no bastó emprender
- con ira y fiereza extraña
- tan gran traición en España
- con otra noble mujer,
- sino en Nápoles también,
- y en el palacio real
- con mujer tan principal?
- ¡Castíguete el cielo, amén!
- Tu padre desde Castilla
- a Nápoles te envió,
- y en sus márgenes te dio
- tierra la espumosa orilla
- del mar de Italia, atendiendo
- que el haberte recibido
- pagaras agradecido,
- y estás su honor ofendiendo.
- ¡Y en tan principal mujer!
- Pero en aquesta ocasión
- nos daña la dilación.
- Mira qué quieres hacer.
Juan
- No quiero daros disculpa,
- que la habré de dar siniestra,
- mi sangre es, señor, la vuestra;
- sacadla, y pague la culpa.
- A esos pies estoy rendido,
- y ésta es mi espada, señor.
Pedro
- Alzate, y muestra valor,
- que esa humildad me ha vencido.
- ¿Atreveráste a bajar
- por ese balcón?
Juan
- Sí atrevo,
- que alas en tu favor llevo.
Pedro
- Pues yo te quiero ayudar.
- Vete a Sicilia o Milán,
- donde vivas encubierto.
Juan
Pedro
Juan
Pedro
- Mis cartas te avisarán
- en qué para este suceso
- triste, que causado has.
Juan
- Para mí alegre dirás.
- Que tuve culpa confieso.
Pedro
- Esa mocedad te engaña.
- Baja por ese balcón.
Juan
- (Con tan justa pretensión,
Aparte
- gozoso me parto a España).
Vase don Juan y entra el Rey
Pedro
- Ejecutando, señor,
- lo que mandó vuestra alteza,
- el hombre…
Rey
Pedro
- Escapóse
- de las cuchillas soberbias.
Rey
Pedro
- De esta forma:
- aun no lo mandaste apenas,
- cuando sin dar más disculpa,
- la espada en la mano aprieta,
- revuelve la capa al brazo,
- y con gallarda presteza,
- ofendiendo a los soldados
- y buscando su defensa,
- viendo vecina la muerte,
- por el balcón de la huerta
- se arroja desesperado.
- Siguióle con diligencia
- tu gente. Cuando salieron
- por esa vecina puerta,
- le hallaron agonizando
- como enroscada culebra.
- Levantóse, y al decir
- los soldados, «¡Muera, muera!»,
- bañado con sangre el rostro,
- con tan heroica presteza
- se fue, que quedé confuso.
- La mujer, que es Isabela,
- que para admirarte nombro
- retirada en esa pieza,
- dice que fue el duque Octavio
- quien, con engaño y cautela,
- la gozó.
Rey
Pedro
- Digo
- lo que ella propia confiesa.
Rey
- ¡Ah, pobre honor! Si eres alma
- del hombre, ¿por qué te dejan
- en la mujer inconstante,
- si es la misma ligereza?
- ¡Hola!
Sale un criado
Criado
Rey
- Traed
- delante de mi presencia
- esa mujer.
Pedro
- Ya la guardia
- viene, gran señor, con ella.
Trae la guarda a Isabela
Isabela
- ¿Con qué ojos veré al rey?
Rey
- Idos, y guardad la puerta
- de esa cuadra. Di, mujer,
- ¿qué rigor, qué airada estrella
- te incitó, que en mi palacio,
- con hermosura y soberbia,
- profanases sus umbrales?
Isabela
Rey
- Calla, que la lengua
- no podrá dorar el yerro
- que has cometido en mi ofensa.
- ¿Aquél era del duque Octavio?
Isabela
Rey
- No importan fuerzas,
- guardas, criados, murallas,
- fortalecidas almenas,
- para amor, que la de un niño
- hasta los muros penetra.
- Don Pedro Tenorio, al punto
- a esa mujer llevad presa
- a una torre, y con secreto
- haced que al duque le prendan;
- que quiero hacer que le cumpla
- la palabra, o la promesa.
Isabela
- Gran señor, volvedme el rostro.
Rey
- Ofensa a mi espalda hecha,
- es justicia y es razón
- castigalla a espaldas vueltas.
Vase el Rey
Pedro
Isabela
- (Mi culpa [Aparte]
- no hay disculpa que la venza,
- mas no será el yerro tanto
- si el duque Octavio lo enmienda).
- Vanse todos
[En el palacio del duque Octavio]
Salen el duque Octavio, y Ripio su criado.
Ripio
- ¿Tan de mañana, señor,
- te levantas?
Octavio
- No hay sosiego
- que pueda apagar el fuego
- que enciende en mi alma amor.
- Porque, como al fin es niño,
- no apetece cama blanda,
- entre regalada holanda,
- cubierta de blanco armiño.
- Acuéstase. No sosiega.
- Siempre quiere madrugar
- por levantarse a jugar,
- que al fin como niño juega.
- Pensamientos de Isabela
- me tienen, amigo, en calma;
- que como vive en el alma,
- anda el cuerpo siempre en vela,
- guardando ausente y presente,
- el castillo del honor.
Ripio
- Perdóname, que tu amor
- es amor impertinente.
Octavio
Ripio
- Esto digo,
- impertinencia es amar
- como amas. ¿Vas a escuchar?
Octavio
Ripio
- Ya prosigo.
- ¿Quiérete Isabela a ti?
Octavio
- ¿Eso, necio, has de dudar?
Ripio
- No, mas quiero preguntar,
- ¿Y tú no la quieres?
Octavio
Ripio
- Pues, ¿no seré majadero,
- y de solar conocido,
- si pierdo yo mi sentido
- por quien me quiere y la quiero?
- Si ella a ti no te quisiera,
- fuera bien el porfialla,
- regalalla y adoralla,
- y aguardar que se rindiera;
- mas si los dos os queréis
- con una mesma igualdad,
- dime, ¿hay más dificultad
- de que luego os desposéis?
Octavio
- Eso fuera, necio, a ser
- de lacayo o lavandera
- la boda.
Ripio
- Pues, ¿es quien quiera
- una lavandriz mujer,
- lavando y fregatrizando,
- defendiendo y ofendiendo,
- los paños suyos tendiendo,
- regalando y remendando?
- Dando, dije, porque al dar
- no hay cosa que se le iguale,
- y si no, a Isabela dale,
- a ver si sabe tomar.
Sale un criado
Criado
- El embajador de España
- en este punto se apea
- en el zaguán, y desea,
- con ira y fiereza extraña,
- hablarte, y si no entendí
- yo mal, entiendo es prisión.
- Octavio¿Prisión? Pues, ¿por qué ocasión?
- Decid que entre.
- Entra Don Pedro Tenorio con guardas
Pedro
- Quien así
- con tanto descuido duerme,
- limpia tiene la conciencia.
Octavio
- Cuando viene vueselencia
- a honrarme y favorecerme,
- no es justo que duerma yo.
- Velaré toda mi vida.
- ¿a qué y por qué es la venida?
Pedro
- Porque aquí el rey me envió.
Octavio
- Si el rey mi señor se acuerda
- de mí en aquesta ocasión,
- será justicia y razón
- que por él la vida pierda.
- Decidme, señor, ¿qué dicha
- o qué estrella me ha guiado,
- que de mí el rey se ha acordado?
Pedro
- Fue, duque, vuestra desdicha.
- Embajador del rey soy.
- De él os traigo una embajada.
Octavio
- Marqués, no me inquieta nada.
- Decid, que aguardando estoy.
Pedro
- A prenderos me ha enviado
- el rey. No os alborotéis.
Octavio
- ¿Vos por el rey me prendéis?
- Pues, ¿en qué he sido culpado?
Pedro
- Mejor lo sabéis que yo,
- mas, por si acaso me engaño,
- escuchad el desengaño,
- y a lo que el rey me envió.
- Cuando los negros gigantes,
- plegando funestos toldos
- ya del crepúsculo huían,
- unos tropezando en otros,
- estando yo con su alteza,
- tratando ciertos negocios,
- porque antípodas del sol
- son siempre los poderosos,
- voces de mujer oímos,
- cuyos ecos medio roncos,
- por los artesones sacros
- nos repitieron «¡Socorro!»
- A las voces y al ruido
- acudió, duque, el rey propio,
- halló a Isabela en los brazos
- de algún hombre poderoso;
- mas quien al cielo se atreve
- sin duda es gigante o monstruo.
- Mandó el rey que los prendiera,
- quedé con el hombre solo.
- Llegué y quise desarmalle,
- pero pienso que el demonio
- en él formó forma humana,
- pues que, vuelto en humo, y polvo,
- se arrojó por los balcones,
- entre los pies de esos olmos,
- que coronan del palacio
- los chapiteles hermosos.
- Hice prender la duquesa,
- y en la presencia de todos
- dice que es el duque Octavio
- el que con mano de esposo
- la gozó.
Octavio
Pedro
- Digo
- lo que al mundo es ya notorio,
- y que tan claro se sabe,
- que a Isabela, por mil modos,
[la tiene presa el rey].
- Con vos, señor, o con otro,
- esta noche en el palacio,
- la habemos hallado todos.
Octavio
- Dejadme, no me digáis
- tan gran traición de Isabela,
- mas… ¿si fue su amor cautela?
- Proseguid, ¿por qué calláis?
- Mas, si veneno me dais
Aparte
- a un firme corazón toca,
- y así a decir me provoca
- que imita a la comadreja,
- que concibe por la oreja,
- para parir por la boca.
- ¿Será verdad que Isabela,
- alma, se olvidó de mí
- para darme muerte? Sí,
- que el bien suena y el mal vuela.
- Ya el pecho nada recela,
- juzgando si son antojos,
- que por darme más enojos,
- al entendimiento entró,
- y por la oreja escuchó,
- lo que acreditan los ojos.
- Señor marqués, es posible
- que Isabela me ha engañado,
- y que mi amor ha burlado.
- Parece cosa imposible.
- ¡Oh mujer, ley tan terrible
- de honor, a quien me provoco
- a emprender! Mas ya no toco
- en tu honor esta cautela.
- ¿Anoche con Isabela
- hombre en palacio? Estoy loco.
Pedro
- Como es verdad que en los vientos
- hay aves, en el mar peces,
- que participan a veces
- de todos cuatro elementos;
- como en la gloria hay contentos,
- lealtad en el buen amigo,
- traición en el enemigo,
- en la noche oscuridad,
- y en el día claridad,
- y así es verdad lo que digo.
Octavio
- Marqués, yo os quiero creer,
- ya no hay cosa que me espante,
- que la mujer más constante
- es, en efecto, mujer.
- No me queda más que ver,
- pues es patente mi agravio.
Pedro
- Pues que sois prudente y sabio
- elegid el mejor medio.
Octavio
- Ausentarme es mi remedio.
Pedro
- Pues sea presto, duque Octavio.
Octavio
- Embarcarme quiero a España,
- y darle a mis males fin.
Pedro
- Por la puerta del jardín,
- duque, esta prisión se engaña.
Octavio
- ¡Ah veleta, ah débil caña!
- A más furor me provoco,
- y extrañas provincias toco,
- huyendo de esta cautela.
- Patria, adiós. ¿Con Isabela
- hombre en palacio? Estoy loco.
Vanse todos.
[En la playa de Tarragona.]
Sale Tisbea, pescadora, con una caña de pescar en la mano.
Tisbea
- Yo, de cuantas el mar,
- pies de jazmín y rosas,
- en sus riberas besa,
- con fugitivas olas,
- sola de amor exenta,
- como en ventura sola,
- tirana me reservo
- de sus prisiones locas.
- Aquí donde el sol pisa
- soñolientas las ondas,
- alegrando zafiros
- las que espantaba sombras,
Joshua Cristall
- por la menuda arena,
- unas veces aljófar,
- y átomos otras veces
- del sol, que así le adora,
- oyendo de las aves
- las quejas amorosas,
- y los combates dulces
- del agua entre las rocas,
- ya con la sutil caña,
- que el débil peso dobla
- del tierno pececillo,
- que el mar salado azota,
- o ya con la atarraya,
- que en sus moradas hondas
- prende en cuantos habitan
- aposentos de conchas,
- seguramente tengo
- que en libertad se goza
- el alma, que amor áspid
- no le ofende ponzoña.
- En pequeñuelo esquife,
- ya en compañía de otras,
- tal vez al mar le peino
- la cabeza espumosa.
- Y cuando más perdidas
- querellas de amor forman,
- como de todos río
- envidia soy de todas.
- Dichosa yo mil veces,
- Amor, pues me perdonas,
- si ya por ser humilde
- no desprecias mi choza.
- Obeliscos de paja
- mi edificio coronan,
- nidos, si no a cigüeñas,
- a tortolillas locas.
- Mi honor conservo en pajas
- como fruta sabrosa,
- vidrio guardado en ellas
- para que no se rompa.
- De cuantos pescadores
- con fuego Tarragona
- de piratas defiende
- en la argentada costa,
- desprecio soy, encanto,
- a sus suspiros sorda,
- a sus ruegos terrible,
- a sus promesas roca.
- Anfriso, a quien el cielo,
- con mano poderosa,
- prodigó un cuerpo y alma
- dotado en gracias todas,
- medido en las palabras,
- liberal en las obras,
- sufrido en los desdenes,
- modesto en las congojas,
- mis pajizos umbrales,
- que heladas noches ronda,
- a pesar de los tiempos
- las mañanas remoza,
- pues con los ramos verdes,
- que de los olmos corta,
- cubiertos amanecen
- de flores sin lisonjas.
- Ya con vigüelas dulces,
- y sutiles zampoñas,
- músicas me consagra,
- y todo no le importa,
- porque en tirano imperio
- vivo de amor señora,
- que halla gusto en sus penas,
- y en sus infiernos gloria.
- Todas por él se mueren,
- y yo, todas las horas,
- le mato con desdenes,
- de amor condición propia;
- querer donde aborrecen,
- despreciar donde adoran,
- que si le alegran muere,
- y vive si le oprobian.
- En tan alegre día,
- segura de lisonjas,
- mis juveniles años
- amor no los malogra;
- que en edad tan florida,
- Amor, no es suerte poca,
- no ver, tratando en redes,
- las tuyas amorosas.
- Pero, necio discurso,
- que mi ejercicio estorbas,
- en él no me diviertas
- en cosa que no importa.
- Quiero entregar la caña
- al viento, y a la boca
- del pececillo el cebo.
- ¡Pero al agua se arrojan
- dos hombres de una nave,
- antes que el mar la sorba,
- que sobre el agua viene,
- y en un escollo aborda!
- Como hermoso pavón
- hacen las velas ola,
- adonde los pilotos
- todos los ojos pongan.
- Las olas va escarbando,
- y ya su orgullo y pompa
- casi la desvanece,
- agua un costado toma.
- Hundióse, y dejó al viento
- la gavia, que la escoja
- para morada suya,
- que un loco en gavias mora.
Dentro gritos de «¡Que me ahogo!»
Tisbea
- Un hombre al otro aguarda,
- que dice que se ahoga.
- ¡Gallarda cortesía,
- en los hombros le toma!
- Anquises le hace Eneas
- si el mar está hecho Troya.
- Ya nadando, las aguas
- con valentía corta,
- y en la playa no veo
- quien lo ampare y socorra.
- Daré voces. ¡Tirso,
- Anfriso, Alfredo, hola!
- Pescadores me miran,
- plega a Dios que me oigan,
- mas milagrosamente
- ya tierra los dos toman,
- sin aliento el que nada,
- con vida el que le estorba.
Saca en brazos Catalinon a don Juan, mojados
Catalinon
- ¡Válgame la Cananea,
- y qué salado es el mar!
- Aquí puede bien nadar
- el que salvarse desea,
- que allá dentro es desatino
- donde la muerte se fragua.
- Donde Dios juntó tanta agua
- ¿no juntara tanto vino?
- Agua, y salada. Extremada
- cosa para quien no pesca.
- Si es mala aun el agua fresca,
- ¿qué será el agua salada?
- ¡Oh, quién hallara una fragua
- de vino, aunque algo encendido!
- Si del agua que he bebido
- hoy escapo, no más agua.
- Desde hoy abrenuncio de ella,
- que la devoción me quita
- tanto, que aun agua bendita
- no pienso ver, por no vella.
- ¿Ah señor! Helado y frío
- está. ¿Si estará ya muerto?
- Del mar fue este desconcierto,
- y mío este desvarío.
- ¡Mal haya aquél que primero
- pinos en el mar sembró
- y el que sus rumbos midió
- con quebradizo madero!
- ¡Maldito sea el vil sastre
- que cosió el mar que dibuja
- con astronómica aguja,
- causando tanto desastre!
- ¡Maldito sea Jasón,
- y Tifis maldito sea!
- Muerto está. No hay quien lo crea.
- ¡Mísero Catalinón!
- ¿Qué he de hacer?
Tisbea
Catalinon
- En desventura iguales,
- pescadora, muchos males,
- y falta de muchos bienes.
- Veo, por librarme a mí,
- sin vida a mi señor. Mira
- si es verdad.
Tisbea
Catalinon
Tisbea
Catalinon
- Bien podía
- respirar por otra parte.
Tisbea
Catalinon
- Quiero besarte
- las manos de nieve fría.
Tisbea
- Ve a llamar los pescadores
- que en aquella choza están.
Catalinon
- ¿Y si los llamo, ¿vendrán?
Tisbea
- Vendrán preso, no lo ignores.
- ¿Quién es este caballero?
Catalinon
- Es hijo aqueste señor
- del camarero mayor
- del rey, por quien ser espero
- antes de seis días Conde
- en Sevilla, a donde va,
- y adonde su alteza está,
- si a mi amistad corresponde.
Tisbea
Catalinon
Tisbea
Catalinon
Vase Сatalinon.
Coge en el regazo Tisbea a don Juan
Tisbea
- Mancebo excelente,
- gallardo, noble y galán.
- Volved en vos, caballero.
Juan
Tisbea
- Ya podéis ver,
- en brazos de una mujer.
Juan
- Vivo en vos, si en el mar muero.
- Ya perdí todo el recelo
- que me pudiera anegar,
- pues del infierno del mar
- salgo a vuestro claro cielo.
- Un espantoso huracán
- dio con mi nave al través,
- para arrojarme a esos pies,
- que abrigo y puerto me dan,
- y en vuestro divino oriente
- renazco, y no hay que espantar,
- pues veis que hay de amar a mar
- una letra solamente.
Tisbea
- Muy grande aliento tenéis
- para venir sin aliento,
- y tras de tanto tormento,
- mucho contento ofrecéis;
- pero si es tormento el mar,
- y son sus ondas crueles,
- la fuerza de los cordeles,
- pienso que os hacen hablar.
- Sin duda que habéis bebido
- del mar la ración pasada,
- pues por ser de agua salada
- con tan grande sal ha sido.
- Mucho habláis cuando no habláis,
- y cuando muerto venís,
- mucho al parecer sentís,
- plega a Dios que no mintáis.
- Parecéis caballo griego,
- que el mar a mis pies desagua,
- pues venís formado de agua,
- y estáis preñado de fuego.
- Y si mojado abrasáis,
- estando enjuto, ¿qué haréis?
- Mucho fuego prometéis,
- plega a Dios que no mintáis.
Pierre-Antoine Baudouin
Juan
- A Dios, zagala, pluguiera
- que en el agua me anegara,
- para que cuerdo acabara,
- y loco en vos no muriera;
- que el mar pudiera anegarme
- entre sus olas de plata,
- que sus límites desata,
- mas no pudiera abrasarme.
- Gran parte del sol mostráis,
- pues que el sol os da licencia,
- pues sólo con la apariencia,
- siendo de nieve abrasáis.
Tisbea
- Por más helado que estáis,
- tanto fuego en vos tenéis,
- que en este mío os ardéis,
- plega a Dios que no mintáis.
Sale Catalinon, Coridon y Anfriso, pescadores
Catalinon
Tisbea
Juan
- Con tu presencia recibo
- el aliento que perdí.
Coridon
Tisbea
Coridon
- Todos
- buscamos por varios modos
- esta dichosa ocasión.
- Di qué nos mandas, Tisbea,
- que por labios de clavel
- no lo habrás mandado a aquél
- que idolotrarte desea,
- apenas, cuando al momento,
- sin reservar llanto, o sierra,
- surque el mar, are la tierra,
- tale el fuego y pare el viento.
Tisbea
- ¡Oh, qué mal me parecía
- estas lisonjas ayer,
- y hoy echo en ellas de ver
- que sus labios no mentían!
- Estando, amigos, pescando
- sobre este peñasco, vi
- hundirse una nave allí,
- y entre las olas nadando
- dos hombres, y compasiva
- di voces que nadie oyó;
- y en tanta aflicción llegó
- libre de la furia esquiva
- del mar, sin vida a la arena,
- de éste en los hombros cargado,
- un hidalgo, ya anegado;
- y envuelta en tan triste pena,
- a llamaros envié.
Anfriso
- Pues aquí todos estamos,
- manda que en tu gusto hagamos,
- lo que pensado no fue.
Tisbea
- Que a mi choza los llevemos
- quiero, donde guarecidos
- reparemos sus vestidos
- y a ellos los regalemos,
- que mi padre gusta mucho
- de esta debida piedad.
Catalinon
Juan
Catalinon
Juan
- Si te pregunta quién soy,
- di que no sabes.
Catalinon
- ¿A mí
- quieres advertirme aquí
- lo que he de hacer?
Juan
- Muerto voy
- por la hermosa pescadora.
- Esta noche he de gozalla.
Catalinon
Juan
Coridon
- Anfriso, dentro de un hora
- los pescadores prevén
- que cantan y bailan.
Anfriso
- Vamos,
- y esta noche nos hagamos
- rajas, y paños también.
Juan
Tisbea
Juan
Tisbea
Juan
Tisbea
- Plega a Dios que no mintáis.
Vanse todos
[En Sevilla, en el palacio real]
Salen don Gonzalo de Ulloa y el Rey don Alonso de Castilla
Rey
- ¿Cómo os ha sucedido en la embajada,
- comendador mayor?
Gonzalo
- Hallé en Lisboa
- al rey don Juan tu primo, previniendo
- treinta naves de armada.
Rey
Gonzalo
- Para Goa me dijo, mas yo entiendo
- que a otra empresa más fácil apercibe;
- a Ceuta, o Tánger pienso que pretende
- cercar este verano.
Rey
- Dios le ayude,
- y premie el cielo de aumentar su gloria.
- ¿Qué es lo que concertasteis?
Gonzalo
- Señor, pide
- a Cerpa, y Mora, y Olivencia, y Toro,
- y por eso te vuelve a Villaverde,
- al Almendral, a Mértola, y Herrera
- entre Castilla y Portugal.
Rey
- Al punto
- se firman los conciertos, don Gonzalo;
- mas decidme primero cómo ha ido
- en el camino, que vendréis cansado,
- y alcanzado también.
Gonzalo
- Para serviros,
- nunca, señor, me canso.
Rey
Gonzalo
- La mayor ciudad de España.
- Y si mandas que diga lo que he visto
- de lo exterior y célebre, en un punto
- en tu presencia te podré un retrato.
Rey
- Gustaré de oíllo. Dadme silla.
Gonzalo
- Es Lisboa una octava maravilla.
- De las entrañas de España,
- que son las tierras de Cuenca,
- nace el caudaloso Tajo,
- que media España atraviesa.
- Entra en el mar Oceano,
- en las sagradas riberas
- de esta ciudad por la parte
- del sur; mas antes que pierda
- su curso y su claro nombre
- hace un cuarto entre dos sierras
- donde están de todo el orbe
- barcas, naves, caravelas.
- Hay galeras y saetías,
- tantas que desde la tierra
- para una gran ciudad
- adonde Neptuno reina.
- A la parte del poniente,
- guardan del puerto dos fuerzas,
- de Cascaes y Sangián,
- las más fuertes de la tierra.
- Está de esta gran ciudad,
- poco más de media legua,
- Belén, convento del santo
- conocido por la piedra
- y por el león de guarda,
- donde los reyes y reinas,
- católicos y cristianos,
- tienen sus casa perpetuas.
- Luego esta máquina insigne,
- desde Alcántara comienza
- una gran legua a tenderse
- al convento de Jabregas.
- En medio está el valle hermoso
- coronado de tres cuestas,
- que quedara corto Apeles
- cuando pintarlas quisiera,
- porque miradas de lejos
- parecen piñas de perlas,
- que están pendientes del cielo,
- en cuya grandeza inmensa
- se ven diez Romas cifradas
- en conventos y en iglesias,
- en edificios y calles,
- en solares y encomiendas,
- en las letras y en las armas,
- en la justicia tan recta,
- y en una Misericordia,
- que está honrando su ribera,
- y pudiera honrar a España,
- y aun enseñar a tenerla.
- Y en lo que yo más alabo
- de esta máquina soberbia,
- es que del mismo castillo,
- en distancia de seis leguas,
- se ven sesenta lugares
- que llega el mar a sus puertas,
- uno de los cuales es
- el Convento de Olivelas,
- en el cual vi por mis ojos
- seiscientas y treinta celdas,
- y entre monjas y beatas,
- pasan de mil y doscientas.
- Tiene desde allí a Lisboa,
- en distancia muy pequeña,
- mil y ciento y treinta quintas,
- que en nuestra provincia Bética
- llaman cortijos, y todas
- con sus huertos y alamedas.
- En medio de la ciudad
- hay una plaza soberbia,
- que se llama del Ruzio,
- grande, hermosa, y bien dispuesta,
- que habrá cien años y aun más
- que el mar bañaba su arena,
- y agora de ella a la mar,
- hay treinta mil casas hechas,
- que perdiendo el mar su curso,
- se tendió a partes diversas.
- Tiene una calle que llaman
- Rúa Nova, o calle nueva,
- donde se cifra el oriente
- en grandezas y riquezas,
- tanto que el rey me contó
- que hay un mercader en ella,
- que por no poder contarlo,
- mide el dinero a fanegas.
- El terrero, donde tiene
- Portugal su casa regia
- tiene infinitos navíos,
- varados siempre en la tierra,
- de solo cebada y trigo,
- de Francia y Ingalaterra.
- Pues, el palacio real,
- que el Tajo sus manos besa,
- es edificio de Ulises,
- que basta para grandeza,
- de quien toma la ciudad
- nombre en la latina lengua,
- llamándose Ulisibona,
- cuyas armas son la esfera,
- por pedestal de las llagas,
- que, en la batalla sangrienta,
- al rey don Alfonso Enríquez
- dio la majestad inmensa.
- Tiene en su gran Tarazana
- diversas naves, y entre ellas
- las naves de la conquista,
- tan grandes, que de la tierra
- miradas, juzgan los hombres
- que tocan en las estrellas.
- Y lo que de esta ciudad
- te cuento por excelencia,
- es, que estando sus vecinos
- comiendo, desde las mesas,
- ven los copos del pescado
- que junto a sus puertas pescan
- que, bullendo entre las redes,
- vienen a entrarse por ellas.
- Y sobre todo el llegar
- cada tarde a su ribera
- más de mil barcos cargados
- de mercancías diversas,
- y de sustento ordinario,
- pan, aceite, vino y leña,
- frutas de infinita suerte,
- nieve de sierra de Estrella,
- que por las calles a gritos,
- puesta sobre las cabezas,
- la venden; mas, ¿qué me canso?
- porque es contar las estrellas,
- querer contar una parte
- de la ciudad opulenta.
- Ciento y treinta mil vecinos
- tiene, gran señor, por cuenta,
- y por no cansarte más,
- un rey que tus manos besa.
Rey
- Más estimo, don Gonzalo,
- escuchar de vuestra lengua
- esa relación sucinta,
- que haber visto su grandeza.
- ¿Tenéis hijos?
Gonzalo
- Gran señor,
- una hija hermosa y bella,
- en cuyo rostro divino
- se esmeró naturaleza.
Rey
- Pues yo os la quiero casar
- de mi mano.
Gonzalo
- Como sea
- tu gusto, digo, señor,
- que yo la acepto por ella;
- pero ¿quién es el esposo?
Rey
- Aunque no está en esta tierra,
- es de Sevilla, y se llama
- don Juan Tenorio.
Gonzalo
- Las nuevas
- voy a llevar a doña Ana.
- [que ilustre esposo le espera].
Rey
- Id en buena hora, y volved,
- Gonzalo, con la respuesta.
Vanse todos
[En la plaza de Tarragona]
Salen don Juan Tenorio y Catalinon
Juan
- Esas dos yeguas prevén,
- pues acomodadas son.
Catalinon
- Aunque soy Catalinón,
- soy, señor, hombre de bien,
- que no se dijo por mí,
- «Catalinón es el hombre,»
- que sabes que aquese nombre
- me asienta al revés aquí.
Juan
- Mientras que los pescadores
- van de regocijo y fiesta,
- tú las dos yeguas apresta,
- que de sus pies voladores,
- solo nuestro engaño fío.